lunes, 6 de marzo de 2017

El día que me perdí en una clase de medicina

Otro aburrido martes en clase de Clínica II. Creo que ya escuché este tema 68 veces en el año. Igual, todavía no lo termino de aprender, asi que abro mi cuaderno violeta, saco mi lapicera y me dispongo a prestar atención y tomar nota de cada palabra que diga, en lo posible.
Más y más hojas donde escribo lo mismo,  y que sé que no voy a volver a leer hasta 6 hs antes del exámen... Algo no estoy haciendo bien...
El doctor disertante anuncia que durante la clase va a hacer preguntas a varios de nosotros para “prepararnos para el parcial”. Mentira. Les encanta vernos sufrir, transpirar y temblar frente a sus preguntas poco prácticas.
Pero yo no sufro, ni transpiro ni tiemblo cuando me preguntan, si no que lo hago durante toda la clase. No funciono bajo presión.
El doctor se convirtió en un tremendo forro. Seguro ya se había dado cuenta de mis nervios, y se guardaba la pregunta más difícil para ver cómo me retorcía en el banco tratando de inventar una respuesta.
Yo solía hacer eso. A veces sí estudiaba, y un montón. Pero en el momento de hablar, de dar una respuesta, la inventaba. Unía palabras sueltas a ver qué me decían. Evidentemente los profesores sólo escuchan esas palabras sueltas, porque me aprobaban.
El tenebroso disertante apagó las luces del salón y encendió el proyector para ver imágenes de corazones dilatados y arterias tapadas de grasa.
Empezó su discurso. Hablaba con la boca muy pegada al micrófono, apenas iluminado por el débil proyector de diapositivas. Me costaba tomar nota de lo que decía, no solamente porque apenas veía la hoja, si no también porque era sumamente tedioso.
Empecé a notar que sus ojos estaban más claros, y se fijaban en cada uno de nuestros rostros.
El maldito paranoico miraba hacia ambos costados, de manera veloz y repetitiva, sin embargo sabías que te estaba mirando.
Acariciaba con movimientos circulares la base del micrófono y esos obscenos movimientos se hacían más y más rápidos. Me di cuenta que estaba a punto de sufrir una transformación. ¿Acaso nadie más ahí adentro lo notaba? 
Había sido poseído por un espíritu maligno que pretendía hacer esos ojos cada vez más bizcos, su voz cada vez más perturbadoramente femenina. 
Sus caricias al micrófono me hacían perder cada vez más la atención en lo que decía, pero no podía dejar de ver cómo sus cabellos laterales se levantaban cada vez más, y cómo ese pelo de pronto se transformaba en enormes cuernos rojos.
¡SUS OJOS TAMBIEN ESTABAN ROJOS! Increíble que yo sola lo estaba viendo. Cuando volví a poner atención en sus palabras terminé de entrar en pánico: en vez de hablar de los tratamientos para la insuficiencia cardíaca estaba maldiciendonos a todos y jurando que ninguno de nosotros saldría con vida del oscuro recinto.
Hasta que llegó lo peor, dio un salto hacia atrás, elevandose unos centimetros del suelo y se posó sobre el atril de madera mientras gritaba y tiraba fuego por la boca.
¡Yo quería salir de allí lo más rápido posible! ¿Por qué nadie corría hacia la puerta?

Hasta que me di cuenta que los alumnos aplaudían, su clase había terminado y nadie había resultado herido...

El cansancio a veces te puede hacer ver cosas extrañas a tu alrededor. Por eso ahora voy a empezar a dormir más la siesta.

viernes, 6 de enero de 2017

El exilio.

Repito, el 2008 fue un año bisagra para mí. Tomé la decisión más difícil e importante hasta entonces: irme de mi ciudad.
Había empezado el año abandonando medicina. El aburrimiento y la angustia en cursar y hacer guardias no podía ser desoído, yo no tenía nada que hacer ahí.
Una noche de abril mi novio de ese entonces, tras una discusión, se apareció en mi casa y, parado al lado de la puerta, me dijo que ya no quería estar más conmigo. Casi cinco años juntos, pero los motivos se los guardó. En cambio, me dejó con una incertidumbre irremediable. Se fue, no atendió más el teléfono ni respondió mails. Desapareció.
Mi mundo ya estaba de cabeza así que, después de varios fines de semana encerrada en pijama comiendo torta y mirando televisión, empecé a hacer cosas que no había hecho antes. Tampoco la gran cosa, pero yo nunca había vivido mucho así que empezar terapia y un curso de fotografía me conformaron bastante.
Y salí. Sola, con amigas, con un par de chicos que me gustaban. La rutina que tenía de pasar sábados en casa de mi novio mirando Lost y comiendo empanadas que nos hacía su mamá se había transformado en no tener idea qué iba a hacer cada día. Nada mal.
Un feriado me conecté al MSN y lo ví conectado a L, un chico del que había estado muy enamorada ocho años atrás y con el que manteníamos una vaga amistad virtual. Charlamos un rato y le pregunté qué planes tenía. Ninguno. Lo invité a tomar unos mates a casa, pensando que el hecho de vivir a sesenta kilómetros de mi casa lo iba a hacer desistir. Pero no, vino.
Nos vimos después de ocho años ese 25 de mayo. Nos enganchamos de vuelta como cuando teníamos 16 años, no queríamos estar lejos el uno del otro. Pero lo estábamos. Rutina laboral, poco dinero y tanta distancia eran un panorama horrendo, así que armamos un plan mejor: vivir juntos.
Todo esto pasó en unos pocos meses. 
Mi papá me dijo que si yo continuaba haciendo esa vida yo no podía contar más con él para nada. Mi mamá estaba en su mundo, con nueva casa, nueva pareja. Desaparecida totalmente.
Decían que ya tenían demasiado trabajo con los problemas delictivos y de consumo de mi hermano más chico. Lo único que hacían era buscar cuál de los dos tenía más culpa y responsabilidad en cada uno de los hechos que no paraban de suceder semana a semana.
Todo era un desastre. 
No sé qué habrán dicho cuando se enteraron mi mamá y mi papá de que yo me iba a ir a vivir a Buenos Aires con un chico que hacía meses nada más estaba saliendo. Les conté que ese domingo me iba a mudar y los invité a venir a saludarme. Pero ellos prefirieron no hablarme más.
El día que me fui llovía, yo tenía mis cajas con cosas, mis bolsas de ropa y mis plantas en el comedor esperando a que venga a buscarme L con un amigo en una camioneta. La única que me apoyó y acompañó en esto fue mi hermana. Incluso nos cocinó unas hamburguesas mientras cargábamos las cosas.
Pero ni mi mamá ni mi papá estuvieron. Cuando me fui no me despidieron. Lo negaron y se lo ocultaron a mucha gente, como me enteré. Les daría vergüenza, qué se yo.
Mi psicólogo me ayudó que lo mejor que yo podía hacer para mi vida era vivir lejos de ellos.

Pero nadie me advirtió de los riesgos de irse del lugar de uno. Yo dejé la ciudad donde nací y donde viví 25 años, la ciudad que amaba. Y dejando la ciudad dejé a la gente que amaba.
Yo pensaba que tenía que irme para dejar de ser invisible, sin embargo al irme desaparecí. 
Entre otras cosas, me tiraron absolutamente todos los recuerdos que yo tenía de mi infancia y adolescencia en un baúl y algo que al día de hoy no entiendo: nadie me contó el día que se murió mi abuela. Dejé de existir para mi familia. Como si yo me hubiera muerto metieron mis cenizas abajo de la alfombra.

Yo me tuve que ir para ser. El precio es alto, la tristeza y la bronca no se van, para ser quien quiera que esté siendo tuve que atravesar el sentirme extranjera en mi propia tierra. Ir a la ciudad que extraño todos los días y en la que sueño volver a vivir algún día sólo de visita. 


Pero yo existo. Yo soy, acá estoy. Quiero que no me puedan tapar nunca más. 

Años confusos.

Cuando mi mamá y mi papá se separaron empezó una nueva vida para todos nosotros. Ya no había reglas tan estrictas en la casa, yo podía acomodar mis días sin pedir tantos permisos. Incluso mi mamá me prestaba su auto para ir a cursar y para ir a la casa de mi novio. Hasta estaba permitido que me quede a dormir allá. Recuerdo ir a la casa de él en el auto escuchando un compilado de música especialmente descargada de internet para ser cantada a los gritos. Era una felicidad indisimulable.
Por esa época yo cursaba cuarto año de medicina y mi amor por la carrera había renacido junto a las buenas notas. Las cursadas eran cada día más interesantes, habíamos armado un grupo de estudio que pronto se transformó en un grupo de amigos increíble. Hasta hacíamos guardia juntos en el hospital de Gonnet.
Repartía mis días entre estudio, cursadas, novio, MSN y fotolog. Para mitad de año todo estaba tan bien que decidí buscar un trabajo de medio tiempo, ahorrar e irme a vivir sola.
Pero en realidad yo estaba acostumbrada a vivir con esas reglas, y sentía que todo ese fin de semana eterno estaba bueno pero que necesitaba ordenarme. Yo no era la única que descubrió un nuevo mundo, mis hermanos y mi mamá también. Pero yo estaba tan inmersa en mis cosas que nunca supe bien qué hacían ellos...
Terminé ese año con una cursada exitosa, un montón de amigos nuevos y un noviazgo afianzado, y durante el 2006, mientras cursaba quinto año de medicina trabajaba 3 veces por semana como camarera.
Para mediados de ese año ya había juntado algo de plata y salí a buscar una casa para mí. Era lo único que me importaba. No se trataba de contar con un espacio que no tenía, de hecho iba a renunciar a muchas comodidades, pero yo necesitaba irme.
Vi sólo dos departamentos antes de encontrar el mío. Cuando me mostraron el monoambiente con patio delantero en la zona de la parque Saavedra a $400 mensuales no lo dudé, lo reservé en ese momento. El día que me dieron la llave mi mamá me acompañó a comprar cosas de limpieza y limpiamos a fondo. Y le dije que ya no pensaba volver, me quedaba ahí, sin gas, con apenas un colchón en el piso y un paquete de chicitos. No necesitaba nada más.
Ni me despedí de mi casa, ni de mis hermanos. Huí.

viernes, 1 de julio de 2016

Toda infancia se termina.

Suelo catalogar a "mi infancia" como el período de tiempo comprendido desde que recuerdo hasta que se separaron mis papás. Yo ya era mayor de edad, pero para mí tuvo ese significado.
Durante toda mi infancia vivimos en dos casas. Durante el ciclo lectivo en nuestro departamento, y apenas terminaban las clases nos mudábamos (vajilla, ropa e incluso muchos muebles incluidos) a nuestra casa de Punta Lara. Era una casa de fin de semana muy linda, con parque y pileta pero sólo apta para vivir en climas calurosos porque no tenía calefacción ni gas de red, entonces ese tipo de cuestiones tan de la vida cotidiana como hornear la comida o bañarse con agua a una buena presión no eran posibles.
Pasábamos el verano frescos, cómodos, con lugar para tomar sol, jugar al aire libre, leer con tranquilidad, y también enojados con nuestros papás porque nos alejaban de la ciudad y no podíamos ver a nuestros amigos justo cuando no teníamos que ir a la escuela y, por fin, podíamos divertirnos en paz. A ellos les gustaba que nos divirtamos en familia.
Una vez que empezaban las clases volvíamos a mudarnos a nuestro departamento de la calle 28, donde teníamos todas las comodidades, estábamos cerca de colegios y trabajos, etc.
El verano del 2005 fue raro. Veníamos de unos meses agitados, donde yo me había ido por un tiempo de mi casa porque ya no soportaba vivir más con mis papás, y donde todo parecía haberse arreglado con una falsa y apresurada reconciliación pre Navidad. Tuvimos, también, un comienzo de año como todos, con el clásico sentimiento de "y ahora ¿qué?".
No recuerdo mayores sobresaltos en nuestra tensa relación de madre-hija, padre-hija. Yo me pasé el verano yendo a lo de mi novio y estudiando en el cuartito del fondo de nuestra habitación, donde tenía mi escritorio y me ocultaba atrás de un biombo verde. Ahí estaba fresca y tranquila todo el día, leyendo sin pausa, con culpa por haber desaprobado dos materias de forma consecutiva.
Con el verano llegando a su fin me presenté a los dos exámenes y los aprobé raspando, con un cuatro cada uno.
Era un marzo calurosísimo. Mi papá quería que nos quedemos un tiempo más en la casa de Punta Lara para aprovechar la pileta pero mi mamá insistía en que era muy difícil trasladarnos todos a nuestras actividades desde tan lejos, así que decidieron que volvíamos todos al departamento menos él.
Así fue como se terminó su matrimonio, así se separaron, con una mentira. ¿Fue porque no se animaban a hablarlo claramente con nosotros? ¿Porque no estaban seguros, tal vez? ¿Porque no querían amargarnos? Nunca lo supimos.
Sólo recuerdo a mi papá viniendo a casa a cenar después de su trabajo, mi mamá lo esperaba con la comida hecha y la ropa para el día siguiente planchada. Él comía, nos saludaba y se iba. Al día siguiente lo mismo. Y así durante meses donde nadie preguntaba nada, todos aceptábamos esa nueva modalidad con dudas, pero también un poco aliviados. Vivir sin mi papá había descomprimido un poco el ambiente y nosotros no perdimos el tiempo. Lo empezamos a disfrutar.
Ahí es donde siento que terminó mi niñez y empezó mi adultez.

sábado, 25 de junio de 2016

Una valija y un velador.

El 2008 fue un año bisagra, cambió rotundamente mi vida.
Ese año dejé de estudiar medicina. Era algo que ya venía pensando desde tercer año pero no me animaba.
Entré a la facultad en el 2002. En el 2003 cursé segundo año, con materias propias de la carrera, no las de iniciación. Me re gustaba, me iba bárbaro, me gustaba cursar, tener nuevos amigos, nuevas salidas, fiestas. Me daba el gusto de hacer todo lo que quería, salía siempre, iba todo el tiempo a estudiar a la casa de amigas que vivían solas porque eran del interior, iba y volvía sola a a hora que quería y, encima, me iba bárbaro en la facultad. Incluso ese año terminé rindiendo los dos finales anuales en diciembre, con 2 semanas de diferencia y notas altas. Todo éxitos.
En noviembre de ese año conocí al que fue mi novio por más de cuatro años. Así que terminé el 2003 como una campeona, de novia con el chico que me había gustado, sin materias pendientes, con todo un verano de libertad por delante.
El 2004 arrancó en abril, como cualquier facultad, con materias que odié desde el día uno. No me gustaba lo que tenía que estudiar, ni las cátedras que me habían tocado, ni los docentes que eran un embole de nerds pero de los que no saben explicar, ni mis compañeros, a quienes recuerdo hasta con olores feos, ni los horarios de cursada, ni las aulas frías y muy húmedas, nada.
Y claro, me empezó a ir re mal. No aprobaba, me ponía nerviosísima cursar porque siempre nos tomaban algo del temario adelante de todos y yo nunca llegaba a estudiar. La pasaba horrible.
Quería estar con mi novio y mis amigas todo el día, pero mis papás no me dejaban. Nunca me habían dejado vivir mucho, pero la amenaza del novio nuevo, bastante más grande que yo lo había acrecentado. No querían que lo vea todo el día y me repetían "¿no ves que si te ve todos los días se va a cansar de vos?" como si una fuera un objeto que el otro tenía que desear y sufrir por no obtener la suficiente cantidad de tiempo.
El clima en mi casa se empezó a espesar. Como yo igual lo veía a mi novio y pasaba gran parte del día afuera de mi casa, en su casa, en casa de compañeros, estudiando en la biblioteca pública (porque yo tenía los libros fotocopiados y quería ver las imágenes a color) ellos dejaron de tener el control que tuvieron siempre. Un día algo lo hizo enojar a mi papá, no recuerdo bien qué. La cuestión es que dejó de hablarme, y mi mamá en comunión con él, también. Recuerdo esos días de primavera como muy tristes, con exámenes que rendir, pilas de libros para estudiar y un clima muy feo a mi alrededor. Me pasaba el día entero encerrada en mi pieza estudiando, haciendo cuadros sinópticos, leyendo mil veces esos apuntes que tanto odiaba. Y llegaba la noche y también llegaba mi papá de trabajar.
Mi mamá lo esperaba con la cena y la servía en la mesa para ellos dos y mis hermanos. No ponían plato para mí. No era que se me negaba la comida, sino simplemente que si quería comer con la familia medio que tenía que pedirlo.  Normalmente en mi familia cada discusión con ellos se terminaba cuando yo pedía disculpas, aunque no fueran sinceras (nunca lo eran) para que vuelvan a hablarme. Y sólo así se volvía al clima de armonía familiar. Esa armonía tensa que sabías que podía quebrarse en cualquier momento y ante cualquier motivo. Pero aquélla vez no pedí disculpas, no me importó volver a ningún lugar, ya estaba harta de tanta opresión.
Una mañana, mientras ellos estaban en el trabajo guardé todos mis libros (porque todavía tenia mucho por rendir), algo de ropa en una valija, agarré mi velador y todos mis ahorros, aproximadamente $85. la llamé a mi abuela y le dije si me invitaba a almorzar, que iba para su casa, no dije nada más. Llegué en un remís con mis cosas y ella me recibió con cara de asombro. Mientras almorzábamos me preguntó qué había pasado y yo no quise hablar, no estaba acostumbrada a dejar salir lo que sentía, lo que me pasaba. Preferí decirle simplemente que quería quedarme unos días con ella para poder estudiar tranquila. Ella no siguió preguntando, también debe estar acostumbrada a mantener ciertos silencios.
Mi familia la odió por haberme acogido en su casa, mi mamá la llamaba para decirle que era su deber convencerme de volver a mi casa. También habló una vez conmigo, mencionó cosas sobre la vergüenza que era que yo me haya ido, que era un "papelón". Yo me moría de culpa, pero me daba más miedo volver que quedarme.
Era diciembre, tenía dos finales que dar. A diferencia con el año anterior, me fue mal en los dos. Un dos en fisiología y un tres en bioquímica. Volvé en marzo, me dijeron. Y sí, la cabeza estaba en cualquier lado menos en esas materias horribles.
Se acercaban las fiestas y mi mamá se empezó a poner todavía más nerviosa de que yo siguiera viviendo con mi abuela. Iba a reunirse toda la familia e iban a tener que dar explicaciones de por qué yo no vivía más con ellos, es decir iban a tener que blanquear a los demás que durante semanas me habían hecho la vida imposible, me habían despreciado, me habían hecho sentir que ya no era digna de sentar a la mesa con ellos. Y la gente los juzgaría. No les gusta que la gente tenga una mala opinión de ellos.
Entonces mi mamá vino a lo de mi abuela, creo que hasta lloró un poco porque accedí a volver. Ella me llevó a mi casa de regreso, donde estaban mis hermanos que fueron los únicos que me abrazaron y me demostraron que mi ausencia se había sentido. Mi papá estaba cortando el pasto. Me recibió sonriente, diciendome "Hola, Guchu" como si absolutamente nada. Por arte de magia el conflicto parecía haberse esfumado y volvíamos a reunirnos los cinco al rededor de una mesa para almorzar.
Nunca más se habló del tema.

miércoles, 22 de junio de 2016

Que los cumplas feliz.

Hace unos días fue mi cumpleaños. Cumplir en invierno es lo único que conozco pero siempre hubiese querido poder hacer una fiesta más primaveral, o incluso veraniega. Sueño con una fiesta de cumpleaños una noche de verano en una terraza con amigos tomando algo fresco, pero toda la vida tuve meriendas con chocolate caliente, o guisos, todos adentro, con mi cama tapada por una montaña de abrigos y bufandas de toda la gente venía, pidiendo sentarse cerca de la estufa, yéndose temprano o incluso no viniendo por el frío espantoso que suele hacer.
De chica festejábamos en el quincho de El Cardón, un club en las afueras lejanas de La Plata, medio del campo, al que íbamos con toda la familia. Nos alquilaban el quincho todo el día, así que venían los compañeritos del colegio durante la tarde y a la nochecita caía el resto de la familia a comer algo caliente. Nos moríamos de frío. Mi mamá nos ponía medibachas de lana abajo del pantalón pero igual recuerdo tiritar todo el día.
Mi abuela, generalmente, se encargaba de la torta. Una torta con un payaso horrible es mi mayor recuerdo. Mi mamá se encargaba de hacerme souvenirs. Un año usó los dosificadores del jabón en polvo que rellenó con golosinas y tapó con papel barrilete con brillantina. Horrendos. Pero ella estaba orgullosísima de su tarea y pobre de mí si osaba a sentir vergüenza y esconderlos.

Ahora soy yo la que organiza los cumples de mi hijo. Planeo cosas que en mi mente van a quedar preciosas y después... son desastrosas. La torta del año pasado se chorreó toda la cobertura, quedó bajita, dura y seca.
Y mi temor es que haya alguien como yo cuando era chica, que sienta lo horrible que es lo que hice, que quiera esconderlo.
De acá a agosto, cuando mi hijo cumple 2 años el plan, entonces, no es hacer la mejor torta, ni los mejores souvenirs, ni que todos los invitados se sientan cómodos, sino que me importe un cuerno si todo eso no sucede.
Vamos por ahí.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Arroz con leche, no me quiero casar...

Qué canción horrible que es el "Arroz con leche" que nos enseñaron de chicos. Metiendonos ideas sobre casamiento como algo a lo que deben aspirar todas las niñas. El otro día se la empecé a cantar a mi hijo y me di cuenta de lo terrible de la letra.
Y entonces fue que encontré en internet casi sin querer la letra modificada de la misma canción, esta vez en versión feminista. Dice así:

“Arroz con leche, yo quiero encontrar 
a una compañera que quiera soñar. 
Que crea en sí misma, que salga a luchar 
para conquistar sus sueños de más libertad“


¿No es linda? Bueno, ok, es una estupidez.


A todo esto ooooobviamente me tenté de comer este postre asi que lo hice.
¿Quieren la receta? Es una pavada!

Necesitan:
1 litro de leche entera
150 gr de arroz (si les gusta que quede cremoso usen el tipo doble carolina)
150 gr de azucar
chorrito de esencia de vainilla

Ponen el litro de leche con el arroz y la vainilla a cocinarse en una olla a fuego mínimo. Al cabo de 15' aprox, cuando esté listo el arroz, retirar del fuego y agregar el azucar. Mezclar hasta integrar y esperar que se enfríe para comer.

Recuerden esperar a que el arroz con leche tome temperatura ambiente antes de meterlo en la heladera para no generar un mayor trabajo de esta con el consiguiente gasto de energia. (Cuidemos el planeta!)

Entre las cosas que pueden agregarle también se encuentran cascarita de naranja (sacando la parte blanca, que es amarga!) y canela. Son optativos, a no todos nos gustan esas cosas...
Y cuando ya está frío y listo para degustar le pueden poner cacao en polvo y hacerlo chocolatoso, o mi preferido: una cucharada de dulce de leche.


¡A disfrutar!