Hace unos días fue mi cumpleaños. Cumplir en invierno es lo único que conozco pero siempre hubiese querido poder hacer una fiesta más primaveral, o incluso veraniega. Sueño con una fiesta de cumpleaños una noche de verano en una terraza con amigos tomando algo fresco, pero toda la vida tuve meriendas con chocolate caliente, o guisos, todos adentro, con mi cama tapada por una montaña de abrigos y bufandas de toda la gente venía, pidiendo sentarse cerca de la estufa, yéndose temprano o incluso no viniendo por el frío espantoso que suele hacer.
De chica festejábamos en el quincho de El Cardón, un club en las afueras lejanas de La Plata, medio del campo, al que íbamos con toda la familia. Nos alquilaban el quincho todo el día, así que venían los compañeritos del colegio durante la tarde y a la nochecita caía el resto de la familia a comer algo caliente. Nos moríamos de frío. Mi mamá nos ponía medibachas de lana abajo del pantalón pero igual recuerdo tiritar todo el día.
Mi abuela, generalmente, se encargaba de la torta. Una torta con un payaso horrible es mi mayor recuerdo. Mi mamá se encargaba de hacerme souvenirs. Un año usó los dosificadores del jabón en polvo que rellenó con golosinas y tapó con papel barrilete con brillantina. Horrendos. Pero ella estaba orgullosísima de su tarea y pobre de mí si osaba a sentir vergüenza y esconderlos.
Ahora soy yo la que organiza los cumples de mi hijo. Planeo cosas que en mi mente van a quedar preciosas y después... son desastrosas. La torta del año pasado se chorreó toda la cobertura, quedó bajita, dura y seca.
Y mi temor es que haya alguien como yo cuando era chica, que sienta lo horrible que es lo que hice, que quiera esconderlo.
De acá a agosto, cuando mi hijo cumple 2 años el plan, entonces, no es hacer la mejor torta, ni los mejores souvenirs, ni que todos los invitados se sientan cómodos, sino que me importe un cuerno si todo eso no sucede.
Vamos por ahí.
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