viernes, 1 de julio de 2016

Toda infancia se termina.

Suelo catalogar a "mi infancia" como el período de tiempo comprendido desde que recuerdo hasta que se separaron mis papás. Yo ya era mayor de edad, pero para mí tuvo ese significado.
Durante toda mi infancia vivimos en dos casas. Durante el ciclo lectivo en nuestro departamento, y apenas terminaban las clases nos mudábamos (vajilla, ropa e incluso muchos muebles incluidos) a nuestra casa de Punta Lara. Era una casa de fin de semana muy linda, con parque y pileta pero sólo apta para vivir en climas calurosos porque no tenía calefacción ni gas de red, entonces ese tipo de cuestiones tan de la vida cotidiana como hornear la comida o bañarse con agua a una buena presión no eran posibles.
Pasábamos el verano frescos, cómodos, con lugar para tomar sol, jugar al aire libre, leer con tranquilidad, y también enojados con nuestros papás porque nos alejaban de la ciudad y no podíamos ver a nuestros amigos justo cuando no teníamos que ir a la escuela y, por fin, podíamos divertirnos en paz. A ellos les gustaba que nos divirtamos en familia.
Una vez que empezaban las clases volvíamos a mudarnos a nuestro departamento de la calle 28, donde teníamos todas las comodidades, estábamos cerca de colegios y trabajos, etc.
El verano del 2005 fue raro. Veníamos de unos meses agitados, donde yo me había ido por un tiempo de mi casa porque ya no soportaba vivir más con mis papás, y donde todo parecía haberse arreglado con una falsa y apresurada reconciliación pre Navidad. Tuvimos, también, un comienzo de año como todos, con el clásico sentimiento de "y ahora ¿qué?".
No recuerdo mayores sobresaltos en nuestra tensa relación de madre-hija, padre-hija. Yo me pasé el verano yendo a lo de mi novio y estudiando en el cuartito del fondo de nuestra habitación, donde tenía mi escritorio y me ocultaba atrás de un biombo verde. Ahí estaba fresca y tranquila todo el día, leyendo sin pausa, con culpa por haber desaprobado dos materias de forma consecutiva.
Con el verano llegando a su fin me presenté a los dos exámenes y los aprobé raspando, con un cuatro cada uno.
Era un marzo calurosísimo. Mi papá quería que nos quedemos un tiempo más en la casa de Punta Lara para aprovechar la pileta pero mi mamá insistía en que era muy difícil trasladarnos todos a nuestras actividades desde tan lejos, así que decidieron que volvíamos todos al departamento menos él.
Así fue como se terminó su matrimonio, así se separaron, con una mentira. ¿Fue porque no se animaban a hablarlo claramente con nosotros? ¿Porque no estaban seguros, tal vez? ¿Porque no querían amargarnos? Nunca lo supimos.
Sólo recuerdo a mi papá viniendo a casa a cenar después de su trabajo, mi mamá lo esperaba con la comida hecha y la ropa para el día siguiente planchada. Él comía, nos saludaba y se iba. Al día siguiente lo mismo. Y así durante meses donde nadie preguntaba nada, todos aceptábamos esa nueva modalidad con dudas, pero también un poco aliviados. Vivir sin mi papá había descomprimido un poco el ambiente y nosotros no perdimos el tiempo. Lo empezamos a disfrutar.
Ahí es donde siento que terminó mi niñez y empezó mi adultez.

sábado, 25 de junio de 2016

Una valija y un velador.

El 2008 fue un año bisagra, cambió rotundamente mi vida.
Ese año dejé de estudiar medicina. Era algo que ya venía pensando desde tercer año pero no me animaba.
Entré a la facultad en el 2002. En el 2003 cursé segundo año, con materias propias de la carrera, no las de iniciación. Me re gustaba, me iba bárbaro, me gustaba cursar, tener nuevos amigos, nuevas salidas, fiestas. Me daba el gusto de hacer todo lo que quería, salía siempre, iba todo el tiempo a estudiar a la casa de amigas que vivían solas porque eran del interior, iba y volvía sola a a hora que quería y, encima, me iba bárbaro en la facultad. Incluso ese año terminé rindiendo los dos finales anuales en diciembre, con 2 semanas de diferencia y notas altas. Todo éxitos.
En noviembre de ese año conocí al que fue mi novio por más de cuatro años. Así que terminé el 2003 como una campeona, de novia con el chico que me había gustado, sin materias pendientes, con todo un verano de libertad por delante.
El 2004 arrancó en abril, como cualquier facultad, con materias que odié desde el día uno. No me gustaba lo que tenía que estudiar, ni las cátedras que me habían tocado, ni los docentes que eran un embole de nerds pero de los que no saben explicar, ni mis compañeros, a quienes recuerdo hasta con olores feos, ni los horarios de cursada, ni las aulas frías y muy húmedas, nada.
Y claro, me empezó a ir re mal. No aprobaba, me ponía nerviosísima cursar porque siempre nos tomaban algo del temario adelante de todos y yo nunca llegaba a estudiar. La pasaba horrible.
Quería estar con mi novio y mis amigas todo el día, pero mis papás no me dejaban. Nunca me habían dejado vivir mucho, pero la amenaza del novio nuevo, bastante más grande que yo lo había acrecentado. No querían que lo vea todo el día y me repetían "¿no ves que si te ve todos los días se va a cansar de vos?" como si una fuera un objeto que el otro tenía que desear y sufrir por no obtener la suficiente cantidad de tiempo.
El clima en mi casa se empezó a espesar. Como yo igual lo veía a mi novio y pasaba gran parte del día afuera de mi casa, en su casa, en casa de compañeros, estudiando en la biblioteca pública (porque yo tenía los libros fotocopiados y quería ver las imágenes a color) ellos dejaron de tener el control que tuvieron siempre. Un día algo lo hizo enojar a mi papá, no recuerdo bien qué. La cuestión es que dejó de hablarme, y mi mamá en comunión con él, también. Recuerdo esos días de primavera como muy tristes, con exámenes que rendir, pilas de libros para estudiar y un clima muy feo a mi alrededor. Me pasaba el día entero encerrada en mi pieza estudiando, haciendo cuadros sinópticos, leyendo mil veces esos apuntes que tanto odiaba. Y llegaba la noche y también llegaba mi papá de trabajar.
Mi mamá lo esperaba con la cena y la servía en la mesa para ellos dos y mis hermanos. No ponían plato para mí. No era que se me negaba la comida, sino simplemente que si quería comer con la familia medio que tenía que pedirlo.  Normalmente en mi familia cada discusión con ellos se terminaba cuando yo pedía disculpas, aunque no fueran sinceras (nunca lo eran) para que vuelvan a hablarme. Y sólo así se volvía al clima de armonía familiar. Esa armonía tensa que sabías que podía quebrarse en cualquier momento y ante cualquier motivo. Pero aquélla vez no pedí disculpas, no me importó volver a ningún lugar, ya estaba harta de tanta opresión.
Una mañana, mientras ellos estaban en el trabajo guardé todos mis libros (porque todavía tenia mucho por rendir), algo de ropa en una valija, agarré mi velador y todos mis ahorros, aproximadamente $85. la llamé a mi abuela y le dije si me invitaba a almorzar, que iba para su casa, no dije nada más. Llegué en un remís con mis cosas y ella me recibió con cara de asombro. Mientras almorzábamos me preguntó qué había pasado y yo no quise hablar, no estaba acostumbrada a dejar salir lo que sentía, lo que me pasaba. Preferí decirle simplemente que quería quedarme unos días con ella para poder estudiar tranquila. Ella no siguió preguntando, también debe estar acostumbrada a mantener ciertos silencios.
Mi familia la odió por haberme acogido en su casa, mi mamá la llamaba para decirle que era su deber convencerme de volver a mi casa. También habló una vez conmigo, mencionó cosas sobre la vergüenza que era que yo me haya ido, que era un "papelón". Yo me moría de culpa, pero me daba más miedo volver que quedarme.
Era diciembre, tenía dos finales que dar. A diferencia con el año anterior, me fue mal en los dos. Un dos en fisiología y un tres en bioquímica. Volvé en marzo, me dijeron. Y sí, la cabeza estaba en cualquier lado menos en esas materias horribles.
Se acercaban las fiestas y mi mamá se empezó a poner todavía más nerviosa de que yo siguiera viviendo con mi abuela. Iba a reunirse toda la familia e iban a tener que dar explicaciones de por qué yo no vivía más con ellos, es decir iban a tener que blanquear a los demás que durante semanas me habían hecho la vida imposible, me habían despreciado, me habían hecho sentir que ya no era digna de sentar a la mesa con ellos. Y la gente los juzgaría. No les gusta que la gente tenga una mala opinión de ellos.
Entonces mi mamá vino a lo de mi abuela, creo que hasta lloró un poco porque accedí a volver. Ella me llevó a mi casa de regreso, donde estaban mis hermanos que fueron los únicos que me abrazaron y me demostraron que mi ausencia se había sentido. Mi papá estaba cortando el pasto. Me recibió sonriente, diciendome "Hola, Guchu" como si absolutamente nada. Por arte de magia el conflicto parecía haberse esfumado y volvíamos a reunirnos los cinco al rededor de una mesa para almorzar.
Nunca más se habló del tema.

miércoles, 22 de junio de 2016

Que los cumplas feliz.

Hace unos días fue mi cumpleaños. Cumplir en invierno es lo único que conozco pero siempre hubiese querido poder hacer una fiesta más primaveral, o incluso veraniega. Sueño con una fiesta de cumpleaños una noche de verano en una terraza con amigos tomando algo fresco, pero toda la vida tuve meriendas con chocolate caliente, o guisos, todos adentro, con mi cama tapada por una montaña de abrigos y bufandas de toda la gente venía, pidiendo sentarse cerca de la estufa, yéndose temprano o incluso no viniendo por el frío espantoso que suele hacer.
De chica festejábamos en el quincho de El Cardón, un club en las afueras lejanas de La Plata, medio del campo, al que íbamos con toda la familia. Nos alquilaban el quincho todo el día, así que venían los compañeritos del colegio durante la tarde y a la nochecita caía el resto de la familia a comer algo caliente. Nos moríamos de frío. Mi mamá nos ponía medibachas de lana abajo del pantalón pero igual recuerdo tiritar todo el día.
Mi abuela, generalmente, se encargaba de la torta. Una torta con un payaso horrible es mi mayor recuerdo. Mi mamá se encargaba de hacerme souvenirs. Un año usó los dosificadores del jabón en polvo que rellenó con golosinas y tapó con papel barrilete con brillantina. Horrendos. Pero ella estaba orgullosísima de su tarea y pobre de mí si osaba a sentir vergüenza y esconderlos.

Ahora soy yo la que organiza los cumples de mi hijo. Planeo cosas que en mi mente van a quedar preciosas y después... son desastrosas. La torta del año pasado se chorreó toda la cobertura, quedó bajita, dura y seca.
Y mi temor es que haya alguien como yo cuando era chica, que sienta lo horrible que es lo que hice, que quiera esconderlo.
De acá a agosto, cuando mi hijo cumple 2 años el plan, entonces, no es hacer la mejor torta, ni los mejores souvenirs, ni que todos los invitados se sientan cómodos, sino que me importe un cuerno si todo eso no sucede.
Vamos por ahí.