viernes, 6 de enero de 2017

El exilio.

Repito, el 2008 fue un año bisagra para mí. Tomé la decisión más difícil e importante hasta entonces: irme de mi ciudad.
Había empezado el año abandonando medicina. El aburrimiento y la angustia en cursar y hacer guardias no podía ser desoído, yo no tenía nada que hacer ahí.
Una noche de abril mi novio de ese entonces, tras una discusión, se apareció en mi casa y, parado al lado de la puerta, me dijo que ya no quería estar más conmigo. Casi cinco años juntos, pero los motivos se los guardó. En cambio, me dejó con una incertidumbre irremediable. Se fue, no atendió más el teléfono ni respondió mails. Desapareció.
Mi mundo ya estaba de cabeza así que, después de varios fines de semana encerrada en pijama comiendo torta y mirando televisión, empecé a hacer cosas que no había hecho antes. Tampoco la gran cosa, pero yo nunca había vivido mucho así que empezar terapia y un curso de fotografía me conformaron bastante.
Y salí. Sola, con amigas, con un par de chicos que me gustaban. La rutina que tenía de pasar sábados en casa de mi novio mirando Lost y comiendo empanadas que nos hacía su mamá se había transformado en no tener idea qué iba a hacer cada día. Nada mal.
Un feriado me conecté al MSN y lo ví conectado a L, un chico del que había estado muy enamorada ocho años atrás y con el que manteníamos una vaga amistad virtual. Charlamos un rato y le pregunté qué planes tenía. Ninguno. Lo invité a tomar unos mates a casa, pensando que el hecho de vivir a sesenta kilómetros de mi casa lo iba a hacer desistir. Pero no, vino.
Nos vimos después de ocho años ese 25 de mayo. Nos enganchamos de vuelta como cuando teníamos 16 años, no queríamos estar lejos el uno del otro. Pero lo estábamos. Rutina laboral, poco dinero y tanta distancia eran un panorama horrendo, así que armamos un plan mejor: vivir juntos.
Todo esto pasó en unos pocos meses. 
Mi papá me dijo que si yo continuaba haciendo esa vida yo no podía contar más con él para nada. Mi mamá estaba en su mundo, con nueva casa, nueva pareja. Desaparecida totalmente.
Decían que ya tenían demasiado trabajo con los problemas delictivos y de consumo de mi hermano más chico. Lo único que hacían era buscar cuál de los dos tenía más culpa y responsabilidad en cada uno de los hechos que no paraban de suceder semana a semana.
Todo era un desastre. 
No sé qué habrán dicho cuando se enteraron mi mamá y mi papá de que yo me iba a ir a vivir a Buenos Aires con un chico que hacía meses nada más estaba saliendo. Les conté que ese domingo me iba a mudar y los invité a venir a saludarme. Pero ellos prefirieron no hablarme más.
El día que me fui llovía, yo tenía mis cajas con cosas, mis bolsas de ropa y mis plantas en el comedor esperando a que venga a buscarme L con un amigo en una camioneta. La única que me apoyó y acompañó en esto fue mi hermana. Incluso nos cocinó unas hamburguesas mientras cargábamos las cosas.
Pero ni mi mamá ni mi papá estuvieron. Cuando me fui no me despidieron. Lo negaron y se lo ocultaron a mucha gente, como me enteré. Les daría vergüenza, qué se yo.
Mi psicólogo me ayudó que lo mejor que yo podía hacer para mi vida era vivir lejos de ellos.

Pero nadie me advirtió de los riesgos de irse del lugar de uno. Yo dejé la ciudad donde nací y donde viví 25 años, la ciudad que amaba. Y dejando la ciudad dejé a la gente que amaba.
Yo pensaba que tenía que irme para dejar de ser invisible, sin embargo al irme desaparecí. 
Entre otras cosas, me tiraron absolutamente todos los recuerdos que yo tenía de mi infancia y adolescencia en un baúl y algo que al día de hoy no entiendo: nadie me contó el día que se murió mi abuela. Dejé de existir para mi familia. Como si yo me hubiera muerto metieron mis cenizas abajo de la alfombra.

Yo me tuve que ir para ser. El precio es alto, la tristeza y la bronca no se van, para ser quien quiera que esté siendo tuve que atravesar el sentirme extranjera en mi propia tierra. Ir a la ciudad que extraño todos los días y en la que sueño volver a vivir algún día sólo de visita. 


Pero yo existo. Yo soy, acá estoy. Quiero que no me puedan tapar nunca más. 

Años confusos.

Cuando mi mamá y mi papá se separaron empezó una nueva vida para todos nosotros. Ya no había reglas tan estrictas en la casa, yo podía acomodar mis días sin pedir tantos permisos. Incluso mi mamá me prestaba su auto para ir a cursar y para ir a la casa de mi novio. Hasta estaba permitido que me quede a dormir allá. Recuerdo ir a la casa de él en el auto escuchando un compilado de música especialmente descargada de internet para ser cantada a los gritos. Era una felicidad indisimulable.
Por esa época yo cursaba cuarto año de medicina y mi amor por la carrera había renacido junto a las buenas notas. Las cursadas eran cada día más interesantes, habíamos armado un grupo de estudio que pronto se transformó en un grupo de amigos increíble. Hasta hacíamos guardia juntos en el hospital de Gonnet.
Repartía mis días entre estudio, cursadas, novio, MSN y fotolog. Para mitad de año todo estaba tan bien que decidí buscar un trabajo de medio tiempo, ahorrar e irme a vivir sola.
Pero en realidad yo estaba acostumbrada a vivir con esas reglas, y sentía que todo ese fin de semana eterno estaba bueno pero que necesitaba ordenarme. Yo no era la única que descubrió un nuevo mundo, mis hermanos y mi mamá también. Pero yo estaba tan inmersa en mis cosas que nunca supe bien qué hacían ellos...
Terminé ese año con una cursada exitosa, un montón de amigos nuevos y un noviazgo afianzado, y durante el 2006, mientras cursaba quinto año de medicina trabajaba 3 veces por semana como camarera.
Para mediados de ese año ya había juntado algo de plata y salí a buscar una casa para mí. Era lo único que me importaba. No se trataba de contar con un espacio que no tenía, de hecho iba a renunciar a muchas comodidades, pero yo necesitaba irme.
Vi sólo dos departamentos antes de encontrar el mío. Cuando me mostraron el monoambiente con patio delantero en la zona de la parque Saavedra a $400 mensuales no lo dudé, lo reservé en ese momento. El día que me dieron la llave mi mamá me acompañó a comprar cosas de limpieza y limpiamos a fondo. Y le dije que ya no pensaba volver, me quedaba ahí, sin gas, con apenas un colchón en el piso y un paquete de chicitos. No necesitaba nada más.
Ni me despedí de mi casa, ni de mis hermanos. Huí.